El presente documento constituye un análisis del modelo de desarrollo en el campo que impulsa la Revolución Ciudadana. Para esto, proponemos una lectura crítica del proyecto de Ley Orgánica de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales(1) elaborado por la Comisión de Soberanía Alimentaria de la Asamblea Nacional, que fue debatido en el parlamento y que, actualmente, se encuentra en la segunda fase de consulta prelegislativa a pueblos y nacionalidades inscritos y calificados.
Como OCARU, creemos que es importante analizar las leyes sobre el campo porque son medidas que influyen la vida de campesinos y campesinas, pueblos y nacionalidades y trabajadores rurales, y definen el modelo para el campo. Por eso, partimos por preguntarnos ¿quiénes hacen las leyes y las aprueban? En esta primera parte mostramos los discursos y políticas que el actual gobierno tiene sobre el campo: debates y enfoques, contenidos y análisis técnicos, económicos y políticos; es decir, cómo el actual gobierno, representado en la mayoría de la Asamblea, define los principales problemas del campo y cómo ofrecen respuestas para resolverlos en términos de crecimiento económico, innovación tecnológica, productividad, cambio cultural y combate a la pobreza.
Esta ley ¿a quiénes favorece y a quiénes perjudica? En esta segunda parte, el OCARU analiza cómo el poder del capital se codifica en el Estado, en sus leyes y políticas, en sus acciones; a partir de ahí, revisamos los objetivos de la ley para establecer si es que contribuyen a superar la hegemonía del capital sobre vidas y territorios o, por el contrario, la profundiza y de qué manera. Posteriormente, indagamos sobre el modelo agropecuario y cómo el objetivo de la productividad se impone sobre la redistribución de la tierra. Finalmente, sintetizamos los diferentes momentos del debate sobre la ley y la consulta prelegislativa, cuáles son sus perspectivas y límites.
Esperamos que este documento contribuya al debate informado y democrático sobre el modelo para el campo y la propuesta de Ley Orgánica de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales.
En el año 2003, se publicaba en Venezuela la tercera edición de uno de los textos más “influyentes” del neoliberalismo y la ideología del trabajo: La culpa es de la Vaca(2); su objetivo fue “iluminar las mentes y corazones [de quienes lo lean], para ayudarlos a conducir mejor sus vidas. Idea que se transformó en éxito editorial” (Lopera & Bernal, 2003, p. 13). En el Ecuador, este texto era de lectura obligatoria en colegios y universidades, sobre todo en carreras de administración de empresas, bancaria, economía y otras.
En el primer relato del mencionado texto, que hace referencia al título general del libro: “La culpa es de la vaca”, se relatan las conclusiones a las que llega un experto consultor sobre los altos precios y la mala calidad de los artículos de cuero, cuyas características hacen imposible su competitividad en el mercado; luego de varias entrevistas a diferentes encargados de la cadena de producción, el experto anuncia que, según lo consultado a los productores, la responsabilidad del pésimo resultado final de las mercancías sería de las malas costumbres de las vacas.
El mensaje que acompaña al primer relato se presenta como “revelador”; los productores de artículos de cuero entrevistados, al igual que la mayor parte de seres humanos, en todos los ámbitos de la vida, sobre todo en el económico –que lleva al progreso individual–, evaden las responsabilidades de sus actos, no asumen los riesgos que implica alcanzar el éxito y buscan la “culpa” a determinados actos, en terceros. Según este argumento, la improductividad y la falta de competitividad es de exclusiva responsabilidad de las personas, de su poca motivación, del conformismo, de la falta de emprendimiento; en síntesis, de las propias formas culturales de los individuos. Lo que equivale a decir que el cambio y el éxito están en manos de quienes se arriesgan y buscan la excelencia, donde las estructuras económicas no jugarían un papel condicionante, y dependería de la población aprovechar las oportunidades que ofrece el mercado en unos casos; y en otros, el Estado.
Al parecer, la Revolución Ciudadana(3), que se ha propuesto hacer del Ecuador un país de “manos limpias, mentes lúcidas y corazones ardientes”, como uno de sus slogans de motivación, en sus últimos diagnósticos y discursos sobre la problemática agraria en el país (2010-2014), hacen referencia al mensaje central del texto “La culpa es de la vaca”. Aparentemente, el problema del campo no estaría en la estructura agraria desigual, sino en la falta de productividad de los pequeños productores; y la pobreza no sería resultado de la concentración de la propiedad de la tierra –¡si no hay concentración! nos diría algún asambleísta(4)–, sino del minifundio.
Tanto en documentos públicos como en conferencias y discursos, funcionarios y autoridades de elección popular mencionan que la responsabilidad del atraso en el campo se debe, entre otros, a la falta de productividad de los campesinos, relacionada con las formas culturales de pueblos y nacionalidades que viven del agro; quienes, además no poseen una visión de innovación y progreso. Por lo tanto, nada tiene que ver o no sería un problema que las agriculturas familiares representen el 84,5% de las unidades productivas agrarias UPAS y sólo accedan al 20% de la tierra; y que el 15% de las UPAS concentren el 80% de la tierra (Senplades, 2014); sobre todo, si estas últimas tienen altos niveles de productividad. Es decir, el discurso oficialista instala en el imaginario colectivo que la concentración de la tierra no es un problema si dicha tierra es productiva.
Salir de la pobreza(5) implicaría la transformación de la cultura arcaica en una cultura de innovación que permita el crecimiento de la economía. Esta afirmación es referida en la conferencia magistral sobre “Los retos de la Revolución Ciudadana: Neodependencia, neocolonialismo y cambio estructural”, dictada por el Presidente de la República del Ecuador en la sede de la Cepal, el 14 de mayo de 2014, donde se decía lo siguiente:
“(…) Lo que es claro es una cultura de innovación, de saber asumir riesgos, de libertad, pero con responsabilidad y excelencia superando paternalismos y victimizaciones, propende al desarrollo y a la misma generación de tecnología e innovación. (…). Nos falta mucho para la autocrítica, para aprender a trabajar en equipo (…), todos hablamos del cambio, pero “que cambie el resto, porque yo no tengo que cambiar”, y estos problemas culturales son especialmente graves en el mundo indígena, en nuestros pueblos ancestrales” (Correa, 2014).
El discurso ha sido publicado en las Reflexiones sobre el desarrollo en América Latina y el Caribe(6), promovido por la Cepal, y se integra a una serie de cuerpos normativos y diagnósticos sobre los problemas del desarrollo en el país. Por ejemplo, la Agenda para la Transformación Productiva ATP 2010, al referirse a las problemáticas de productividad de carácter interno –brechas internas–, muestra al sector de la agricultura como el más improductivo y atrasado. Según el documento, la agricultura aportó apenas un 11% al Producto Interno Bruto PIB entre el 2000 y 2009; mientras que, sectores como la explotación minera participa con el 13% y la industria manufacturera –sin petróleo y donde se ubica el sector agroindustrial– con el 14%; y aunque estos porcentajes no impliquen grandes diferencias, sectores como el minero crece en productividad al 27% y el de servicios de intermediación financiera al 37%; mientras que el sector agropecuario lo hace apenas al 13%, a esto se le suma que la agricultura es el sector que concentra la mayor cantidad de empleo y tiene una distribución de los ingresos precaria(7) (Consejo Sectorial de la Producción, 2010).
Por estas razones, no sorprende que la lucha contra la pobreza en el campo –emprendida por el actual gobierno, pero que como discurso y política pública forma parte del repertorio neoliberal–, apueste por el desarrollo agroindustrial como uno de los ejes de modernización:
“Hemos identificado los sectores primarios con mayor potencial agrícola e industrial. El cacao para el chocolate, la palma para derivados, el café, la madera, acuacultura y pesca, flores, lácteos, balanceados. Aquí podemos generar 7.000 millones para el PIB, más de 5.000 millones para exportaciones, lo cual alivia el sector externo” (Correa, http://www.telegrafo.com.ec, 2015).
La agroindustria se perfila en los siguientes años como parte de la propuesta para el Cambio de la Matriz Productiva en el sector agropecuario:
“Nuestra apuesta por la agroindustria, para darle valor agregado a la agricultura y ganadería, nos ofrece un horizonte de desarrollo muy claro. De acuerdo a las cifras proyectadas en la Estrategia Nacional de Cambio de la Matriz Productiva, las cadenas agroindustriales, hacia el 2025, aportarán 15.000 millones de dólares al producto interno bruto; generarán 250.000 plazas de trabajo adicionales; mejorarán la balanza comercial en 10.000 millones de dólares” (Glas, 2015). (8)
Estas formas de construir análisis permiten crear “otras” problemáticas y “ambiciosas” soluciones para el sector agrario que emerge como el más atrasado y el menos productivo. Es así, que el establecimiento de estos discursos de verdad construye un régimen de prácticas de disciplinamiento y control que exige del campesinado su adscripción a la “Trasformación de la Matriz Productiva” y al “combate contra la pobreza”, cuya única referencia es: producir más, producir mejor, producir nuevas cosas.(9)
Como OCARU, no afirmamos que este gobierno sea neoliberal, pero sí damos cuenta de que existe una continuidad y una serie similitudes sobre determinadas políticas públicas en el agro. En el neoliberalismo, el sector agroindustrial profundizó sus ganancias a través de la flexibilización laboral y el impulso a las exportaciones tradicionales y no tradicionales, tarea llevada a cabo desde los sectores empresariales privados con apoyo de un Estado menor(10); actualmente, la promoción a la agroindustria la hace el Estado fuerte, en alianza con el sector empresarial.
En el neoliberalismo, la lucha contra la pobreza –eterno imperativo moral de la propuesta de desarrollo económico– estuvo a cargo del emprendimiento privado; en los actuales momentos, la pobreza debe ser erradicada por el Estado. Si en el neoliberalismo, era el propio individuo-ciudadano quien debía buscar su éxito a través de la ideología del trabajo, hoy, es el Estado quien disciplina a los campesinos para luego entregarlos al mercado. La Revolución Ciudadana no cuestiona al desarrollo como el avance de las fuerzas productivas que llevan al progreso; al contrario, las alienta. La “economía del conocimiento” y la innovación tecnológica no serán posibles sin la extracción de los recursos naturales y la explotación de la fuerza de trabajo.
La conformación y presencia de un Estado Plurinacional e Intercultural, que fue una de las demandas del levantamiento indígena de la década del 90, ha sido reemplazada en la actualidad por la vuelta de un Estado que, en un contexto de globalización económica, reinventa las tesis de la modernización y desarrollo en América Latina. En ese sentido, la consolidación del Estado del capital se vuelve actor fundamental del crecimiento económico en alianza con el sector empresarial privado; que en el campo, siguen siendo los sectores económicos cuyas lógicas de acumulación son las más conservadoras.
Para que la tesis del retorno del Estado se vuelva efectiva en un contexto capitalista, el régimen ha visto necesario instaurar saberes expertos que critiquen el pasado y promuevan la “buena nueva” de la Revolución Ciudadana; “revolución” que reactualiza los discursos críticos mediante la creación de espacios institucionalizados de reflexión política e innovación tecnológica. Es allí donde se hacen fuertes críticas al modelo de desarrollo que ha imperado históricamente en el campo; sociólogos, politólogos, economistas, agrónomos, antropólogos, comunicadores –algunos con PHD, autodeclarados progresistas– cumplen esta labor; pero, “paradójicamente”, sus diagnósticos promueven una serie de políticas públicas que fortalecen al Estado del capital. Tesis como la heterogeneidad estructural; la democratización de los recursos productivos; las prospectivas en cuanto a la seguridad alimentaria; las evaluaciones de la política pública agraria y prospectiva al 2025; la conceptualización de la agricultura familiar campesina; las innovaciones metodológicas para cuantificar las unidades productivas agropecuarias; ya no por el acceso a la tierra sino por el nivel de ingresos; compaginan con la continuidad del modelo de acumulación capitalista en grandes empresas que pactan con el Estado.
“En lo relativo a los alimentos procesados, se puede observar que, entre 2012 y 2014, son seis empresas proveedoras beneficiarias de las compras públicas, que se adjudicaron más de 99 millones (60% del monto total gastado en el período considerado), y cinco empresas de lácteos, que se adjudicaron 60 millones de dólares (36% del monto total gastado). En consecuencia, solamente 11 empresas vendieron al Estado 160 millones de dólares, es decir, el 96% de la demanda estatal (166 millones de dólares de bienes procesados); es decir, el 4% de “otros” corresponde a las empresas “medianas” y a emprendimientos de la economía social y solidaria, sobre todo en la provisión de granola en hojuelas” (COPISA, 2015).
El falso “materialismo histórico”, criticado por W. Benjamin en su tesis # I sobre el concepto de historia, calza perfectamente en aquellos intelectuales orgánicos del capital que proponen la democratización de la tierra vía mercado para construir una sociedad “justa” en el campo. Ésto se hace evidente cuando funcionarios públicos y autoridades de elección popular anuncian que sus leyes, normativas y políticas públicas, estarían construyendo el “poder popular” y que éstas no favorecen a los intereses empresariales capitalistas. La garantía de todo esto, –según ellos– son sus hojas de vida que demostrarían que siempre han acompañado procesos sociales y de investigación con enfoque de “izquierda”.
Desde estas plataformas se hacen aportes a todo el cuerpo legal, normativo y de políticas públicas en el Ecuador; esta serie de prácticas discursivas y diagnósticos tienen actualmente su referencia en la coyuntura abierta alrededor del proyecto de Ley de Tierras que se debate desde el 2008 en el país; discusión que ha movilizado a varios sectores involucrados –cámaras de la producción, organizaciones sociales, campesinas e indígenas y el Estado–, que demandan para su beneficio el sentido de la ley.
La Constitución de la República de 2008 y la Ley Orgánica del Régimen de Soberanía Alimentaria LORSA 2009, recogen la propuesta de redistribución de la tierra como parte esencial para establecer el régimen del Buen Vivir en el campo; de tal forma, organizaciones como la Coordinadora Nacional Campesina Eloy Alfaro y la FENOCIN(11) declaraban que, finalmente, se iba a concretar el pago de la deuda histórica con el sector campesino y presentaron la propuesta de Ley de Tierras y Territorios por iniciativa popular de la Red Agraria(12); propuesta que recoge planteamientos como: poner límite al latifundio, redistribución de tierras, creación de una institucionalidad plurinacional cuyas decisiones sean vinculantes, entre otras.
Mientras esto sucedía con las organizaciones sociales y su esperanza en el posible pago de la deuda agraria, los diagnósticos tecnocráticos y del sentido mesiánico del líder de la Revolución Ciudadana, expresaban lo siguiente:
“Algunos quieren definir latifundio de acuerdo a un tamaño: más de 100 hectáreas y ¡prohibido los latifundios, la Constitución prohíbe el latifundio! [Pero] lo importante es la propiedad y lo importante que se esté produciendo. (…) La segunda idea de fuerza es la productividad. Tenemos una productividad agrícola demasiada baja. Y en la economía campesina esa productividad es desastrosa” (Correa, 2011).
Tales declaraciones denotan la concepción del actual gobierno sobre el origen de los problemas: la culpa del atraso, pobreza e improductividad en el sector agrario la tienen los minifundios y la parcelación de la tierra vía herencias; esta perspectiva muestra con claridad –ya para esas fechas– el enfoque que tendrá la Ley de Tierras desde filas del gobierno. Ésto no es nuevo; las Escuelas de la Revolución Agraria, ERA´s, desde 2010 a 2012 buscaban transformar al sujeto campesino en un nuevo ciudadano rural mediante la capacitación y la innovación tecnológica, y no mediante la redistribución de los recursos productivos.
Ante estas declaraciones del gobierno, organizaciones indígenas y campesinas como la CONAIE(13) han denunciado la concentración de la tierra en manos de sectores agroindustriales y del agronegocio como un problema actual, además de la presencia de un neolatifundio que afecta a campesinos con poca tierra, el monopolio del mercado de alimentos, la agricultura bajo contrato; es decir, no sólo hay una concentración de los recursos naturales en pocas manos sino del poder. (CONAIE, 2015).
“(…) El monopolio de la tierra otorgaba a los hacendados un enorme poder de clase económico, político e ideológico, que se ejercía en la esfera agraria (…).(Guerrero, 1991).
Esta frase de Guerrero, que describe las relaciones de poder en el régimen de hacienda, sigue vigente, no sólo porque la desigualdad medida a través del índice de Gini ha cambiado muy poco en los últimos 50 años –pasó de 0,86 en 1954, a 0,80 en el 2001– (Carrión, 2012); sino, porque existe una clara alianza entre el agronegocio, la agroindustria y el Estado; quienes, por un lado, mantienen el poder político; y, por otro lado, construyen un régimen de verdad que define el proyecto modernizador para el campo; lo que les da el poder de establecer qué problemas se deben discutir, las agendas de intervención y los sujetos para el desarrollo agropecuario.
El Proyecto de Ley Orgánica de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales, –en este documento citado como Ley de Tierras– forma parte de las prácticas de gobierno(14) de la Revolución Ciudadana, que establecen parámetros innovadores para la construcción de políticas públicas sectoriales y que tiene por propósito canalizar un régimen de administración de la riqueza, del territorio y la población; todo esto, como factores preventivos y de orden para el control de los recursos productivos y el disciplinamiento funcional de campesinos y campesinas al proceso de modernización.
Este Proyecto de Ley Orgánica de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales, profundiza el capitalismo agrario heterogéneo (Martínez, 2014), a través de normar el uso y acceso a la tierra rural y promover el aumento de la productividad como el principio fundamental de la ley, expresados mediante: las definiciones “modernas” de latifundio, la democratización de la tierra e instalar un mercado de tierras estatalizado. A su vez, el proyecto elude la concentración de la tierra en pocas manos como un problema estructural y posiciona la improductividad como el principal inconveniente que vive el sector agropecuario.