Hacía años que la violencia colombiana se desbordaba por los incontables poros de la frontera. Recuerdo, entre otros, el ataque a una patrulla ecuatoriana en 1993, en el que murieron nueve soldados del Ejército y que desembocó en la arbitraria captura de once campesinos en el Putumayo injustamente acusados de pertenecer a las FARC. Fueron hechos públicos que conmovieron al país y ocuparon los titulares de los periódicos. Pero hay miles de casos cotidianos, anónimos y poco conocidos que desde la década de 1980 pueblan el recuerdo y la experiencia de la guerra colombiana en territorio ecuatoriano.
Por más repugnancia que me provoque el gobierno de Rafael Correa, en justicia no se le puede atribuir ni el inicio ni el recrudecimiento de los problemas de la filtración de las viejas guerras que asolan Colombia. Tampoco es cierto que la tolerancia a la guerrilla y a otros grupos irregulares haya sido una política inventada durante los últimos diez años de una debilitada inteligencia militar. Así como las FARC trataron casi siempre de evitar enfrentamientos con el Ecuador y eludieron cuidadosamente golpear objetivos ecuatorianos, las Fuerzas Armadas ecuatorianas (o al menos la mayoría de sus jefes) trataron de no ganarse un enemigo gratuito y poderoso en conflictos ajenos. Era casi una política de Estado, nunca enunciada explícitamente: no debía haber “operaciones conjuntas” sino tan solo “seguridad cooperativa” entre los dos ejércitos. Las presiones para cambiar esa línea de no intervención fueron poderosas y muchas veces restaron coherencia a la vacilante política militar en la frontera: la instalación de la Base de Manta, bajo mando norteamericano, fue tal vez la más recordada y famosa entre todas ellas.
Tampoco es cierto que se trate de una sola violencia criminal, terrorista y narco-guerrillera. Son varias violencias distintas y hay que distinguirlas si queremos entenderlas y enfrentarlas más eficazmente. En las FARC (y en el ELN, que actuaba por lo general en el Chocó) primaba una lógica de cálculo político. No les convenía convertir al Ejército ecuatoriano, a la sociedad ecuatoriana ni al Estado ecuatoriano en sus enemigos declarados, como han hecho los seguidores de Guacho. He revisado documentación colombiana para cerciorarme de que no hay registros de secuestrados por la guerrilla asesinados a sangre fría. La torpe, inhumana y repugnante práctica de retener civiles (o militares) durante años vagando por la selva solo terminó en la muerte de los secuestrados cuando hubo fallidos operativos militares de rescate. El arquetipo del terrorismo, las guerras religiosas en el Oriente Medio, que vuelve enemigo a cualquier civil de otra religión o grupo étnico, y consiente en su exterminio amparado en el fanatismo, no se parece a la violencia del crimen organizado de Pablo Escobar, por ejemplo, carente de todo objetivo social o proyecto ideológico. La crueldad tiene muchos rostros; no ayuda mezclarlos en un amasijo indescifrable solamente para desacreditar al adversario endilgándole el común y devaluado rótulo de “terrorista”.
Las disidencias de las FARC tienen variadas motivaciones, algunas ideológicas, como las del Frente 1 en el Guaviare, y otras más delincuenciales, como parecen ser las de Guacho y sus seguidores. Pero hay certeza de que están aumentando en los últimos seis meses tanto en número como en dispersión geográfica y capacidad operativa. La razón inmediata es transparente: los incumplimientos en los acuerdos de paz crecen, especialmente en uno de los nudos más sensibles que siempre obstaculizó la negociación, el de la seguridad física y económica de los milicianos reincorporados a la vida civil. Solo un dato: la prensa colombiana registra 13 asesinatos de dirigentes de las FARC desde que se firmaron los acuerdos y 60 atentados contra familiares de los exguerrilleros. Hay indicios de que la reincidencia de desmovilizados aumenta. En otras palabras, el recrudecimiento de las acciones militares en la frontera, con un perfil y un mando menos politizado y más criminal, tiene una parte de su explicación en los vaivenes del proceso de paz en Colombia.
Pero seguramente hay también cambios en la relación de estos grupos disidentes con Ecuador. ¿Qué pasó? No lo sé, pero algo ocurrió desde enero de 2018 cuando las fuerzas de Guacho empezaron a atacar objetivos ecuatorianos. La prensa colombiana especula que fueron maniobras militares de distracción ante el cerco creciente de las fuerzas del Ejército colombiano. Quizás haya algo más que involucre a actores ecuatorianos pero es difícil saberlo. Lo que sí sabemos es que la guerra militar contra las drogas ha fracasado por décadas en todas partes. No ha interrumpido el tráfico de drogas y pervierte las sociedades que se lanzan en sus brazos. Podrán capturar o matar a Guacho pero aparecerán otros o se desplazarán si transitamos el camino trillado que otros han andado sin éxito.
La indignación y solidaridad social ante el secuestro de los periodistas es esperanzadora. En Colombia son apenas tres periodistas más en una larga lista que ya no conmueve a nadie. Estamos a tiempo de evitar la naturalización de este tipo de violencia criminal. Tenemos demasiadas otras perniciosas violencias naturalizadas como para consentir que las violencias abiertas y organizadas se hagan costumbre. Recuperar la indignación ante hechos indignantes, reivindicar la tristeza frente a hechos tristes; convertir esos sentimientos en la voluntad de cerrar el paso a la guerra como forma de vida.